El día en que el mar dejó de pertenecer a los gigantes
SANTIAGO DE CHILE,DICIEMBRE DEL 25.- Durante décadas, la guerra avanzó a golpes de eras. Cada generación militar heredaba un conjunto relativamente estable de reglas, tecnologías y jerarquías. Pero hay momentos —raros, disruptivos— en que el campo de batalla cambia de naturaleza. No se trata de una mejora incremental, sino de un quiebre.

El siglo XX conoció varios de esos momentos. La explosión de Trinity, en julio de 1945, fue uno de ellos: el instante en que la guerra dejó de medirse solo en territorios y pasó a medirse en extinción. La bomba nuclear no solo cerró la Segunda Guerra Mundial; inauguró una lógica estratégica en la que la victoria absoluta dejó de ser viable. La Destrucción Mutua Asegurada congeló el conflicto global durante décadas.
Antes de eso, hubo otra advertencia que casi nadie quiso escuchar.
En los años veinte, el general Billy Mitchell sostuvo que el acorazado —orgullo de las grandes potencias— había llegado a su ocaso. Afirmó que bombarderos baratos podían hundir colosos de acero y que la relación costo–eficacia estaba condenando a la flota tradicional. Fue ridiculizado, marginado y expulsado. La Armada estadounidense se aferró a sus cañones.

La historia se encargó del resto. En la Segunda Guerra Mundial, los grandes acorazados fueron destruidos desde el aire, muchas veces antes de disparar un solo tiro. Mitchell había visto el futuro demasiado pronto.
Ucrania y la aceleración del tiempo histórico
La guerra entre Rusia y Ucrania ha comprimido décadas de evolución militar en apenas unos años. Primero fueron los drones FPV y los sistemas guiados por fibra óptica, que transformaron el combate terrestre y aéreo. Hoy, cerca del 70 % de las bajas en el frente están vinculadas a drones. La artillería clásica retrocede. El tanque deja de ser rey.
Luego llegó la Operación Telaraña. En junio, Ucrania empleó drones de bajo costo para destruir bombarderos estratégicos rusos —Tu-95, Tu-22M3, Tu-160 y A-50— por un valor estimado superior a los 7.000 millones de dólares. El mensaje fue inequívoco: el precio ya no protege al activo estratégico.
Pero el verdadero punto de inflexión estaba aún por manifestarse.
El mar ya no es un santuario

Cuando comenzó la guerra en 2022, Ucrania prácticamente no tenía armada. Rusia, en cambio, desplegaba una poderosa Flota del Mar Negro: fragatas con misiles de crucero, submarinos clase Kilo, corbetas, buques de desembarco y el crucero Moskva. El bloqueo naval parecía cuestión de tiempo.
Tres años después, ese dominio nunca llegó. La flota rusa fue erosionada no por enfrentamientos navales clásicos, sino por algo mucho más inquietante: enjambres de drones de superficie y submarinos no tripulados.
USV y UUV ucranianos destruyeron o inutilizaron cerca de un tercio de la Flota del Mar Negro. El Moskva se hundió. Corbetas, patrulleras, buques de desembarco y, según informes recientes, incluso un submarino clase Kilo fueron alcanzados. Todo sin que Ucrania librara una batalla naval convencional.
Era el regreso del momento Billy Mitchell, esta vez en versión marítima.
Cuando los drones cruzaron un umbral histórico

Algunos hitos marcaron un antes y un después:
En diciembre de 2024, un dron naval MAGURA V5 derribó dos helicópteros Mi-8 rusos utilizando misiles R-73 adaptados. Por primera vez, un vehículo naval no tripulado destruía objetivos aéreos.
En mayo de 2025, un MAGURA V7 abatió un caza Su-30SM con un misil AIM-9 Sidewinder. Un avión de combate tripulado fue derribado desde el mar por un dron.
Y en diciembre de 2025, Ucrania afirmó haber atacado un submarino ruso clase Kilo con un UUV mientras estaba atracado en Novorossiysk. Un activo estratégico de decenas de millones de dólares neutralizado por una plataforma silenciosa, invisible y barata.
El mensaje fue brutal: el tamaño ya no otorga protección; lo convierte en blanco.
El ocaso de la proyección naval clásica

Las implicaciones son profundas y estructurales:
La proyección de poder naval, basada en grandes plataformas visibles, entra en crisis. El control del mar deja de depender de flotas concentradas y pasa a definirse por sensores, persistencia y negación del acceso. Los grandes portaaviones y submarinos ya no son activos incuestionables: su tamaño los expone.
Los portaaviones no desaparecerán, pero mutarán. Operarán a mayor distancia, como nodos de lanzamiento y control de drones y misiles, no como instrumentos de dominio directo.
Las armadas pequeñas, bien integradas y tecnológicamente ágiles, podrán imponer costos devastadores a fuerzas muy superiores. El bloqueo naval ya no requerirá cientos de buques: bastará con enjambres de USV, UUV y vigilancia constante desde gran altitud.
La Séptima Flota bajo una nueva lógica de riesgo

La Séptima Flota de Estados Unidos sigue siendo una de las fuerzas navales más poderosas del mundo. Pero en un escenario como el Mar de China Meridional, su ventaja estructural se reduce.
China combate en su entorno inmediato, dispone de misiles hipersónicos con alcances de hasta 8.000 km, lidera la producción de drones y experimenta con sistemas híbridos aire-submarinos y UUV de alcance transoceánico. Integrados, estos sistemas pueden saturar defensas y neutralizar grupos de ataque completos.
No se trata de hundir todos los buques. Basta con volverlos demasiado vulnerables para operar.
Epílogo: la guerra que viene
La guerra naval ya no se decide por quién tiene más acero, sino por quién controla la red: sensores, drones, misiles y datos. El mar dejó de pertenecer a los gigantes y pasó a manos de sistemas dispersos, persistentes y letales.
Los acorazados del siglo XXI no llevan blindaje. Llevan algoritmos.

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